Los orígenes
Los orígenes de la ciudad de Santiago de Compostela se remontan a la presencia en su emplazamiento de los restos de un poblado romano de pequeñas dimensiones, que abarcaba el espacio ocupado hoy en día por la catedral y su entorno inmediato. La existencia de este antiguo poblado se podría establecer entre la segunda mitad del siglo I d.C. y el siglo III d.C. con cierta continuidad en época bajo-imperial, siendo abandonado en el siglo V d.C.
Este antiguo enclave se ha venido asociando con una mansión viaria conocida como Asseconia, sita en una encrucijada sobre la margen de la vía XIX del Itinerario de Antonino que iba de Braga a Astorga por las actuales provincias de Pontevedra y A Coruña, desviándose en dirección a Lugo en el propio lugar de Asseconia. Sobre esta misma vía se encontraba la necrópolis del poblado que aún permanecía en uso en el transcurso de los siglos VI y VII d.C. De esta necrópolis formaba parte el mausoleo que en las primeras décadas del siglo IX, bajo el reinado del rey Alfonso II de Asturias, vino a ser identificado por el obispo Teodomiro de Iria como la tumba del apóstol Santiago el Mayor. Por entonces tanto el poblado como la necrópolis estaban abandonados y en ruinas.
La alta Edad Media (siglos IX al XI)
Los reyes asturianos fueron los primeros interesados en promover el culto jacobeo y la peregrinación a Santiago. El hallazgo de la tumba del Apóstol supuso un hecho transcendental, que fue utilizado por la monarquía como instrumento que otorgó refrendo a su ideario político y religioso, reafirmando sus aspiraciones de constituirse como herederos del antiguo orden visigodo y legítimos representantes de la organización eclesiástica. Santiago Apóstol se convirtió en el patrón de la institución monárquica, siendo su principal avalador en la lucha mantenida contra el islam. Desde el momento mismo del descubrimiento de la tumba y con el patrocinio de la monarquía, comenzó a construirse sobre los antiguos restos lo que vino a llamarse el Locus Sancti Iacobi.
El Locus era un lugar de culto habitado por clérigos y criados laicos, que disponía de unas tres hectáreas de superficie delimitadas y defendidas por una cerca. En sus dos primeros siglos de vida englobó el templo dedicado a Santiago con las distintas fábricas que los reyes Alfonso II y Alfonso III llegaron a levantar sobre el sepulcro apostólico, el baptisterio de San Xoán, la iglesia y el monasterio de Antealtares, el monasterio de Santo Estevo (más tarde San Martiño Pinario) con su templo dedicado a Santa María (Santa María da Corticela), la residencia episcopal y el albergue para ancianos y peregrinos, levantado por el obispo Sisnando I a comienzos del siglo X en el lugar de “Lovio” y trasladado aquí hacia el segundo tercio del siglo XI. Además, en torno al propio templo de Santiago se extendía el área cementerial y en el extremo oriental del recinto cercado se fue levantando un grupo de casas privadas.
En este período inicial destaca la figura del obispo Sisnando I (880-920) como reorganizador del culto jacobeo que fue y como impulsor de la dignidad apostólica que poseía el lugar por el hecho de acoger la tumba de Santiago, lo que suponía la primacía de la iglesia compostelana sobre otras sedes episcopales peninsulares y el cobro de un censo anual por razón del voto en honor al Apóstol.
Fue este obispo quien abrió la primera gran etapa del desarrollo de la ciudad con la intencionalidad de convertirla material y jurídicamente en una población. Su proyecto implicaba no solo la renovación del aspecto del Locus, sino también el desarrollo de las aglomeraciones urbanas secundarias que comenzaron a formarse en torno al núcleo primigenio y a los principales caminos de salida. A este obispo se debió, entre otras cosas, la obra del primer acueducto de la ciudad.
El segundo hito significativo en la evolución urbana de Compostela fue la empresa de re-fortificación del Locus llevada a cabo por el obispo Sisnando II (951-968), que se vio impulsada por la amenaza que suponían las incursiones normandas en Galicia.
Con todo, en el año 997 el caudillo musulmán Almanzor destruyó Santiago frenando brusca y momentáneamente el desarrollo de la ciudad. Las desastrosas consecuencias de esta expedición pusieron de manifiesto la imperiosa necesidad de construir nuevas defensas para proteger a la población asentada fuera del Locus. Fue el obispo Cresconio (1037-1066) quien asumió la tarea de levantar una muralla que con unos dos kilómetros de perímetro ampliaba hasta las treinta hectáreas la extensión del recinto intramuros.
Por entonces la urbe se encontraba inmersa en un proceso de crecimiento demográfico, propiciado por una serie de privilegios que conferían a los nuevos pobladores la condición de ciudadanos libres adscritos únicamente a la tutela señorial de los obispos, y los eximía de determinadas cargas y servidumbres. Era ya una ciudad socialmente diversificada, compuesta por clérigos, señores, campesinos y por una población burguesa que venía afianzándose de un tiempo atrás, dedicada a actividades artesanales y mercantiles.
La ampliación del recinto amurallado de Cresconio absorbió las iglesias de San Fiz de Solovio, de San Miguel dos Agros y de San Bieito, el claustro del monasterio de Santo Estevo, los viejos aglomerados suburbiales de Pinario, Solovio, Vilar, O Franco, Faxeira y Preguntoiro y, sobre todo, el fórum, que era el centro de las transacciones comerciales (antigua plaza do Pan o do Campo, hoy plaza de Cervantes); hasta entonces todo ello se encontraba fuera de murallas. Continuó quedando extramuros el arrabal de San Pedro, que se extendía a lo largo del Camino Francés en torno al antiguo monasterio de San Pedro de Fóra.
La actividad constructora promovida por los distintos obispos contribuyó a activar la vida económica de la ciudad gracias a la compra de materiales, a la especialización de los oficios y a la generación de salarios, al tiempo que favorecía la difusión del uso de la moneda. Los medios que permitieron financiar los grandes proyectos urbanísticos se nutrieron con los recursos humanos y materiales procedentes de los dominios territoriales otorgados por los reyes a la iglesia de Santiago; dominios que fueron expandiéndose progresivamente a lo largo de la Edad Media. La ciudad era el centro rector en el que se concentraba el poder del clero y los obispos y el lugar desde donde se administraba el territorio. Cumplía así funciones simultáneas como capital del señorío eclesiástico, sede episcopal, sede apostólica y meta de peregrinación internacional. El gobierno político se regía por una asamblea en la que un delegado representaba al obispo, por encima del cual solo estaba el rey. Era el rey quien concedía fuero estableciendo el ordenamiento jurídico local, y en nombre del rey se administraba justicia.
El pleno medioevo (siglos XI-XIII)
La fase de expansión que venía experimentando Santiago desde los tiempos de Sisnando I se mantuvo durante los mandatos del rey Alfonso VI de León y del obispo compostelano Diego Peláez, cuando se comenzó la fábrica de la catedral románica. Las obras, que se iniciaron en el año 1075, debieron afectar a la iglesia de Santa María da Corticela y supusieron, en todo caso, el derribo de la antigua iglesia monacal de San Paio de Antealtares para dar cabida en su lugar a la nueva cabecera de la catedral; la iglesia de San Paio fue reedificada en un sitio algo más apartado de la tumba apostólica.
La gran empresa de construcción de una nueva catedral se acometió en una época de profundos cambios. Entre todos ellos tuvo una relevancia decisiva para Compostela la reforma de la iglesia hispana, que supuso el tránsito de un modelo organizativo basado en la tradición visigótica, hacia un régimen más acorde con el sistema administrativo, de costumbres y de culto de las restantes iglesias occidentales; régimen que se introdujo en el reino castellano-leonés de la mano de legados pontificios y monjes cluniacienses.
Este proceso, que obligó a replantear las bases jurídicas de la posición eclesiástica de Santiago, culminó con la intervención de Diego Gelmírez, primero como secretario del conde Raimundo de Borgoña y administrador eclesiástico de la diócesis, y más tarde, como obispo, arzobispo y legado pontificio (1090-1140), cuyo papel básico consistió en hacer prevalecer el principio de la apostolicidad del Locus Sanctus en el nuevo contexto histórico. De partida la sede de Iria fue trasladada oficialmente a Compostela en el año 1095, proyectándose en dignidad por encima de las restantes sedes episcopales del reino bajo la dependencia directa de Roma. Posteriormente, Gelmírez logró para Compostela la consecución del status de sede arzobispal metropolitana en sucesión de Mérida, hecho ratificado por bula papal en el año 1120. Todo ello convirtió a la ciudad en uno de los centros de mayor trascendencia espiritual, eclesiástica, política y cultural del occidente medieval.
No puede decirse lo mismo en lo que respecta a su posición comercial, ya que la ciudad no llegó a despuntar por entonces en las corrientes mercantiles a larga distancia, desarrollando su mayor actividad en función del abastecimiento de la población, siempre dentro de los límites geográficos de su propio entorno y de su área de influencia. Paradójicamente el tráfico de peregrinación no favoreció la iniciativa mercantil, puesto que todo lo de fuera llegaba con relativa facilidad a través del Camino Francés y de las rutas marítimas, mayormente por medio de mercaderes foráneos que, a su vez, compraban aquí lo que hubiera para exportar (principalmente cueros). De este modo, la acción de los compostelanos quedaba prácticamente reducida a un papel de mera intermediación comercial de carácter pasivo. No parece pues, que las consecuencias económicas derivadas de la condición de la ciudad en cuanto destino último de peregrinación, fuesen mucho más allá de la llegada de un numerario diverso que hacía imprescindible la intervención de los cambiadores, de la presencia de mercancías de lujo de procedencias lejanas (como tintes, especias y paños), del desarrollo de una artesanía vinculada a la venta de artículos fabricados para los peregrinos, y del incremento de albergues y hospederías.
Por lo que se refiere a la política local, la época de Gelmírez estuvo marcada por las graves disensiones habidas entre los habitantes de la ciudad y su obispo. La situación llegó hasta tal punto que se produjeron violentas revueltas en los años 1116, 1117 y 1136. En ellas participaron burgueses, canónigos y nobles que trataban de limitar las atribuciones del señor eclesiástico procurando el amparo de la monarquía, al tiempo que reclamaban su propia participación en el gobierno de la ciudad. La punta de lanza estaba constituida por la élite del grupo urbano de comerciantes y artesanos que, en su afán por hacerse un sitio en el armazón social y por construir una cobertura política para su actividad, habían conseguido ver plasmados sus derechos en los foros concedidos en 1105 por Raimundo de Borgoña.
Tras la primera revuelta, la autoridad señorial de Gelmírez se vio refrendada adquiriendo la plenitud de la jurisdicción de la ciudad en 1120, cuando la reina doña Urraca concedió a la iglesia de Santiago la carta de coto de todo el territorio comprendido entre el Atlántico y los ríos Ulla, Tambre e Iso. La paz que se firmó al término de la segunda revuelta tampoco cambió la condición de Gelmírez como señor de la ciudad, no obstante, no parece que la situación fuese del todo desfavorable para sus contrarios puesto que el concejo, convertido en la representación política de la sociedad urbana, era ya una realidad en pleno funcionamiento dentro del marco señorial.
En el aspecto urbanístico la Historia Compostelana, escrita por encargo del propio Gelmírez, hace hincapié en el papel que este jugó como promotor e impulsor de diversos proyectos encaminados a prestigiar la nueva situación de la ciudad y de la sede eclesiástica. Gelmírez dio así impulso a las obras de la catedral, construyendo junto a su costado septentrional un nuevo palacio episcopal “propio de un rey, como correspondía a un arzobispo de Santiago y legado de la santa iglesia romana”. También engrandeció el hospital viejo de Santiago que había sido trasladado a un nuevo emplazamiento entre el monasterio de San Martiño Pinario y el pórtico norte de la catedral; Gelmírez concedió a este hospital un terreno extramuros, sito junto a la puerta que se abría al oeste de la ciudad, para que le sirviese de cementerio y para que edificasen en él una iglesia destinada para orar por la salvación de los pobres y peregrinos que allí yacían. Era ésta la iglesia da Trininade que se menciona en el Códice Calixtino, junto a las otras diez iglesias que había en Compostela, entre ellas las de San Miguel, la de San Fiz, la de San Bieito, la del monasterio de San Paio y la del monasterio de San Martiño Pinario (antes de Santo Estevo), que fueron reedificadas por el propio arzobispo, al igual que de la de Santa Susana que se encontraba extramuros en el monte dos Poldros sobre el camino de Padrón.
Además, se acometieron bajo el patrocinio de la iglesia de Santiago importantes obras de infraestructura como la restauración y ampliación del acueducto que abastecía de agua a edificios y fuentes públicas. El Códice Calixtino describe con todo detalle la fuente de Santiago que se encontraba ante el pórtico norte de la catedral causando asombro por sus dimensiones y ornamentación. En el mismo códice se dice que el atrio que se abría tras la fuente era un lugar de mercado donde se vendían los emblemas de Santiago, manufacturas de cuero, hierbas medicinales y otras muchas cosas, añadiendo que los cambiadores, los hospederos y otros mercaderes estaban establecidos en el “camino francés”, vía que atravesaba la ciudad de este a oeste hasta desembocar ante ese mismo atrio.
En los primeros años del siglo XII se formó al sudeste de la catedral un nuevo aglomerado urbano: el Vicus Novus, donde se levantó la iglesia de Santa María Salomé. El propio Gelmírez ofreció a los particulares la entrega de solares para edificar en la rúa que atravesaba el nuevo aglomerado de norte a sur. Es así que la manera de entender la ciudad como una suma de aglomeraciones o vici independientes, heredada del mundo rural altomedieval, dio paso a lo largo del siglo XII a una planificación organizada de los terrenos desocupados, promovida y supervisada por los propios arzobispos y el concejo, que se tradujo en la formación de un entramado de calles y plazuelas que articulaban un único conjunto urbano.
Las clases dominantes de la época (incluyendo a la familia real y a destacados miembros de la nobleza gallega) construyeron en la ciudad sus residencias palaciegas. No obstante, el grueso del caserío lo componían otros inmuebles más modestos que estaban en gran medida en manos de eclesiásticos, siendo los canónigos de la catedral los mayores propietarios del suelo urbano, seguidos por los grandes monasterios de la propia ciudad y por otros monasterios foráneos como los de Celanova, Samos y Sobrado. También los mercaderes, comerciantes y artesanos más acomodados tenían sus propias casas junto con locales para tiendas, almacenes, bodegas, talleres y negocios. Las viviendas no ocupadas por sus propietarios eran mayormente cedidas en foro al común de los vecinos. Lo habitual era que fuesen inmuebles de planta baja, o como mucho tuviesen un sobrado o piso alto, que podía prolongarse en voladizo sobre la calle dando lugar a la aparición de soportales. También era frecuente que tuviesen un huerto en la parte trasera y a veces corrales y pequeñas cuadras para animales.
La ciudad medieval de Santiago llegó a su pleno desarrollo demográfico y urbanístico hacia mediados del siglo XIII. Fue a lo largo de esta centuria cuando se abrieron nuevos hospitales para pobres y peregrinos, cuando se documenta la existencia dentro de la ciudad de la iglesia de Santa María do Camiño, situada junto a la puerta de entrada del Camino Francés, y cuando el arzobispo Juan Arias (1238-1266), recién finalizada la fábrica románica de la catedral, comenzó las obras de una nueva cabecera de estilo gótico. Aunque este último proyecto no llegó a más por falta de numerario, obligó nuevamente a desplazar el emplazamiento del monasterio de San Paio hasta la ubicación que ocupa hoy en día, quedando entre la catedral y el monasterio un amplio espacio abierto que dio lugar a la creación de la plaza da Quintana, usada en un principio como cementerio. El mismo arzobispo construyó un claustro adosado al lado sur de la catedral, e hizo obras de ampliación en el palacio episcopal. También por entonces vinieron a establecerse en los arrabales de extramuros las nuevas órdenes mendicantes de los franciscanos y dominicos, que levantaron las fábricas góticas de sus nuevos monasterios.
El período comprendido entre los pontificados de Diego Gelmírez y Juan Arias constituyó una época de gran expansión del señorío de Santiago, que desarrolló plenamente sus estructuras administrativas y de gobierno con una participación creciente del cabildo catedralicio. Se adquirieron por entonces gran número de tierras, bienes y rentas gracias a las donaciones de distintos monarcas, de los miembros de la nobleza y de la gente más o menos acomodada. Todo ello hizo de los prelados compostelanos los más grandes señores de Galicia y de los más importantes del reino. Sin embargo, al final del período, al no haber innovaciones relevantes en el sistema de producción y en la maximización de rentas y beneficios, comenzaron a manifestarse los primeros síntomas de una profunda crisis, que se prolongó en la siguiente centuria acarreando un amplio cúmulo de tensiones sociales, agravadas por episodios de hambruna y pestes.
En 1266, tras la muerte de Juan Arias, Alfonso X de Castilla suprimió el señorío de Santiago e incorporó la ciudad y la tierra al directo dominio del rey, siendo el arzobispo González Gómez (1273-1281) expulsado de su sede. La reducción de los poderes de los arzobispos significaba el aumento de la autonomía del concejo, que a estas alturas estaba bajo el control de una élite urbana que representaba los intereses de Compostela asumiendo la gestión económica de la ciudad, su abastecimiento y el mantenimiento de la seguridad. Esta élite estaba conformada por un núcleo de familias vinculadas principalmente a la actividad mercantil de mayor escala y al negocio del dinero, quedando excluidos los pequeños comerciantes y un amplio grupo de oficios, cuyos profesionales estaban agrupados en cofradías, la mayoría de las cuales se fundaron en Compostela entre la segunda mitad del siglo XIII y la primera mitad del siglo XIV. Las cofradías cumplían funciones gremiales y asistenciales, y con el paso del tiempo se fueron convirtiendo en órganos de representación popular en defensa de los intereses de la comunidad consiguiendo tomar parte en reuniones puntuales del concejo para decidir sobre determinados asuntos.
El final de la Edad Media (siglos XIV-XV)
La situación política de los compostelanos dio un nuevo giro en 1314 cuando el rey Fernando IV de Castilla devolvió a la mitra el señorío de la ciudad, y volvió a cambiar en 1317 cuando los representantes de la urbe obtuvieron otra vez para Compostela la condición de ciudad regia. Poco después, el recién nombrado arzobispo Berenguel de Landoira consiguió anular las cartas de privilegio que otorgaban tal condición, encontrándose a su llegada a Santiago con las puertas cerradas y a la población sublevada en su contra. El final de la rebelión se produjo en 1320 por la fuerza de las armas y en favor del arzobispo; poco antes, la reina regente, María de Molina, había otorgado de nuevo el señorío de la ciudad a la Iglesia compostelana. Con todo, entre los años 1345 y 1347 la reforma institucional emprendida por Alfonso XI de Castilla se materializó en Compostela con la instauración del regimiento como nueva fórmula de gobierno municipal; fórmula que contribuyó a consolidar la preponderancia de las oligarquías urbanas al frente del concejo. Ésta institución conquistó a partir de entonces importantes privilegios como órgano interlocutor de la corona.
En las últimas décadas del siglo XIV comenzaron a vislumbrase los primeros síntomas de recuperación demográfica y económica. En este sentido, Santiago fue una ciudad privilegiada entre todas las de Galicia situándose a la cabeza por el número de su población y por la producción de riqueza. La ciudad contaba desde los tiempos del rey Pedro I de Castilla con dos ferias de quince días de duración, que se celebraban en las festividades de la Ascensión y del Apóstol a las que podían acudir mercaderes de lugares lejanos. Los mercaderes compostelanos también acabaron por integrarse en las rutas comerciales de larga distancia, aunque de forma relativamente modesta. Se centralizó en Santiago el mercado del vino que se exportaba desde Galicia al norte de Europa por vía marítima, dándose el caso de que este producto constituía en los buques ingleses de peregrinos el cargamento de retorno por excelencia. También se comercializaba en la ciudad con el pescado, otro de los productos de exportación gallegos que encontraba buena acogida en los puertos del Mediterráneo. En el ámbito local, la plaza de Santiago seguía manteniendo el control mercantil sobre el territorio próximo y su papel capital como mercado de intercambios derivados de la peregrinación, del comercio del lujo y de la producción suntuaria, que a partir del siglo XIV comenzó abrirse a una mayor clientela. Aun así, no existió ningún sector de actividad artesanal que alcanzase un desarrollo suficiente para otorgar a la ciudad cierto carácter industrial.
Las tensiones entre la ciudad y los arzobispos no desaparecieron a lo largo del siglo XV cuando en Santiago adquirieron gran protagonismo las hermandades, surgidas en principio con carácter de milicias urbanas levantadas en busca de orden y legalidad en momentos de vacío de poder señorial.
En 1421 se produjo una conjura contra el arzobispo Lope de Mendoza orquestada en la corte por el duque de Arjona y secundada en Galicia por el caballero Ruy Sánchez de Moscoso que, en un nuevo intento por pasar el señorío de la ciudad al realengo, contó con la colaboración de una facción de la hermandad concejil integrada mayormente por los gremios y el artesanado compostelano. Aun cuando en lo esencial no lograron cambiar las tornas sino de manera fugaz, los opositores al poder eclesiástico no cejaron en su empeño buscando implicar en su causa a los municipios de la tierra de Santiago. Así, en 1458 la nobleza de la tierra, nuevamente con los Moscoso al frente, se reveló con las hermandades de los concejos de Santiago, Muros y Noia contra el arzobispo Rodrigo de Luna.
La situación llegó a un extremo de máxima violencia en 1466 cuando se produjo el estallido de la llamada revuelta “hirmandiña” que afectó a toda Galicia, aunque tuvo una relevancia especial en Compostela donde otra vez se cuestionó la forma en que debería ejercerse el poder señorial. El asedio de la ciudad por parte del arzobispo Alfonso II de Fonseca puso fin a la revuelta, consiguiendo el arzobispo reforzar su propia autoridad en detrimento del concejo, al tiempo que reorganizó el señorío eclesiástico con criterios centralizadores.
La coyuntura de inestabilidad y los enfrentamientos del arzobispo con los grandes señores de Galicia se prolongaron en las siguientes décadas, hasta que los Reyes Católicos orientaron la acción política en una dirección diferente. Isabel y Fernando pacificaron el reino sometiendo a la nobleza, que en contrapartida vio confirmados sus privilegios hasta el punto en que este estamento social se convirtió en una de las columnas principales del gobierno y la Corona, aunque eso sí, siempre por detrás de los reyes y acatando sus mandatos. Precisamente uno de los casos más ilustrativos de esto fue el protagonizado por el propio arzobispo Alfonso de Fonseca II, quien en 1480 abandonó su sede para ocupar puestos de gran responsabilidad en Castilla y desde ahí fue respaldado por la autoridad monárquica en los conflictos que le plantearon los concejos de Santiago y de su tierra; conflictos que a partir de entonces se encarrilaron por la vía judicial, siendo en este ámbito de transcendental importancia la actuación de la Real Audiencia por su manifiesto apoyo a las pretensiones concejiles.
Los levantamientos, los asaltos, los asedios y las destrucciones sufridas por los conflictos bélicos que se sucedieron en los siglos finales de la Edad Media dejaron una profunda huella en Compostela que a estas alturas se había convertido en una plaza militarizada. Sus defensas habían comenzado a ser reforzadas en los tiempos del arzobispo Rodrigo de Padrón (1307-1316), cuando se levantó la torre da Trinidade situada sobre la muralla frente a la fachada principal de la catedral que, a su vez, fue encastillada para convertirla en una fortaleza en previsión de enfrentamientos armados. Continuó con las obras de re-fortificación el arzobispo Berenguel de Landoira, quien en las proximidades de la torre anterior edificó otra mayor llamada da Praza; ambas torres acabaron por convertirse en las cárceles arzobispales. Por su parte el concejo construyó sus propios parapetos. Más tarde el arzobispo Rodrigo de Luna levantó en el palacio arzobispal una gran torre, donde se aposentaba por las noches para su mayor seguridad “por temor de los caballeros y con los de la çiudad por diferençias que con ellos tenia”.
Concluido el siglo XV la impresión que ofrecía la ciudad era de desolación y en algunos de los itinerarios de peregrinación de la época se la describe como pequeña, hedionda e insalubre. Las defensas de Compostela se encontraban mayormente derrocadas y se necesitaba mucho dinero para su reparación, lo mismo que para las fuentes públicas que estaban inoperativas, y para las calles que eran lodazales sin pavimentar constituyendo, junto con los cementerios que se encontraban en lamentable estado, focos de infección y peste. La ciudad estaba necesitada pues de una completa renovación.
La Edad Moderna (siglos XVI-XVIII)
Al inicio de la Edad Modera el concejo, el cabildo y los arzobispos Alfonso de Fonseca II (1460-1507) y Alfonso de Fonseca III (1507-1523) tuvieron que hacer frente a la tarea de acometer la reconstrucción y consolidación de las infraestructuras y edificaciones más importantes de la ciudad, cuya ruina y decadencia era más que notoria tras siglos de guerra y abandono.
Al margen de las intervenciones puntuales, la gran empresa urbana del momento fue la apertura de un nuevo eje viario situado al noroeste del recinto intramuros, entre el palacio arzobispal y la puerta de la muralla por la que se salía al monasterio de San Francisco. El eje se alineaba con la gran mole del edificio del Hospital Real para pobres y peregrinos, levantado por iniciativa de los Reyes Católicos en los primeros decenios del siglo XVI. La empresa no solo supuso un cambio en el aspecto urbanístico, sino también en lo jurisdiccional, al ser este hospital una de las grandes instituciones rentistas de Galicia al margen de la autoridad eclesiástica y del concejo, constituyendo un islote de realengo en medio del señorío arzobispal.
La Compostela de los Fonseca fue también la que vio nacer la Universidad. En 1526 el papa Clemente VII facultó al arzobispo Fonseca III para redactar los estatutos de un colegio universitario que se llamaría de Santiago Alfeo, en el que se enseñarían artes, teología y derecho; a este nuevo colegio se anexionó el Estudio de Gramática para clérigos y estudiantes pobres que había sido fundado en 1494, y que tuvo su continuación en el llamado Estudio General. El edificio que debía albergar el colegio de Santiago Alfeo se comenzó a construir en 1532 en la rúa do Franco, revitalizando esta parte de la ciudad.
Pese a los proyectos del Hospital Real y de la Universidad y, también, a la reordenación de la plaza das Praterías originada por la construcción en la catedral de un nuevo claustro renacentista, la Compostela del siglo XVI conservó en lo esencial su morfología medieval.
Fue en el siglo XVII, en pleno auge del estilo barroco, cuando se acometió una radical transformación urbanística con una arquitectura escenográfica y señorial, que responde a un contexto cultural contra-reformista y de reafirmación del patronazgo jacobeo. Los mayores esfuerzos se concentraron en reconfigurar y embellecer la catedral y los espacios que la rodeaban, dando la pauta para crear plazas abiertas donde asomar los frentes de las edificaciones más emblemáticas que representaban el poder de la Iglesia de Santiago, potenciando así el sentido teatral del marco urbano. También vieron la luz las ambiciosas fábricas barrocas de los monasterios, conventos, iglesias, colegios, palacios y grandes casonas de la ciudad, cuyo número se acrecentó, especialmente en lo que se refiere a los conjuntos de carácter religioso, ya que fue por entonces cuando se implantaron en Santiago los jesuitas, y los agustinos y, también, cuando abrieron sus nuevas casas las monjas mercedarias, dominicas y franciscanas. Todas estas construcciones fueron delimitando el trazado de calles y plazas, adquiriendo gran presencia urbanística con sus escalinatas, balconadas, balaustradas y soportales. Aun así, la ciudad mantenía todavía un denso caserío de vieja trama e infraestructuras caducas.
En la siguiente centuria se reedificaron las iglesias y monasterios medievales y se levantaron otras construcciones señeras, como los conventos do Carme de Arriba y da Compañía de María, las capillas do Pilar y de Ánimas, la iglesia de San Fructuoso, la sede nueva de la Universidad y el Pazo de Raxoi, construcción ésta que cerró definitivamente la plaza do Obradoiro. En la factura de estas obras se trasluce el predominio de una sensibilidad más austera, propia del estilo neoclásico y del academismo imperante. Junto a estos programas arquitectónicos, hay que destacar la intervención del concejo, que mediante sus ordenanzas obligó a empedrar y ampliar las calles, a construir canalizaciones, a derribar edificios y soportales ruinosos y a adaptar las nuevas construcciones a determinadas normas que contribuyeron a mejorar el espacio urbano.
En el trasfondo de todos estos procesos urbanísticos se encuentra la propia evolución histórica de la ciudad que al inicio de la Edad Moderna había quedado marcada con la unión de los reinos de Castilla y Aragón. Este hecho supuso la confinación de la urbe en una posición geográfica y política marginal que la mantuvo desde entonces apartada de los centros de poder. La ciudad perdió la capacidad de interlocución directa con la Corona, canalizando sus relaciones a través del gobernador del reino y de las juntas provinciales. No obstante, dado que la clase constituida por las élites urbanas dirigentes se encontraba cada vez más implicada en las políticas de la monarquía, se hicieron negociaciones para conseguir el voto en las Cortes de Castilla. Este privilegio se otorgó en 1623 a las siete ciudades de Galicia, con Santiago a la cabeza como capital de la provincia con mayor volumen demográfico y la primera en la satisfacción de impuestos y levas.
El fortalecimiento de la autoridad regia en el transcurso de la Edad Moderna no fue incompatible con la pervivencia del poder señorial de los arzobispos que siguieron siendo los titulares del dominio de la ciudad con amplias facultades jurisdiccionales, gubernativas y fiscales, aunque estaban limitados desde el punto de vista legal e institucional por los monarcas. La jurisdicción eclesiástica de la mitra coexistía con otras magistraturas especiales o particulares que también poseían atribuciones jurídicas (Hospital Real, Universidad, Tribunal del Santo Oficio, monasterios de San Martiño y San Paio, los condes de Altamira…), dando lugar a un complejo juego de poderes que diferenciaba a la Compostela de entonces y que provocaba múltiples conflictos de competencia entre las distintas instancias.
En los siglos XVI y XVII Compostela se caracterizaba por ser una ciudad clerical, artesanal y mercantil, con una buena representación de hombres de leyes, burócratas y rentistas, a los que habría que añadir un importante contingente de personal doméstico al servicio de los más privilegiados. Si bien el sector más numeroso lo constituían las capas medias y populares llegando a sumar los pequeños vendedores, tenderos y artesanos dos tercios del vecindario, era el grupo de los rentistas el que tenía mayor peso específico con una influencia social y política determinante. En este grupo estaban incluidas tanto la hidalguía residente, como las instituciones de mayor rango; todos ellos basaban su existencia en la percepción de derechos sobre diezmos y rentas mayormente derivadas de propiedades rústicas.
Así pues, la ciudad se convirtió en un punto importante de concentración de excedentes agrícolas, de modo que su economía dependía más de la población campesina, que de los viajeros y peregrinos que la visitaban. Con respecto a esto último, hay que señalar que el culto jacobeo y el flujo de la peregrinación había experimentado una notable crisis tras la reforma de Lutero, a lo que se unieron las guerras sostenidas por la Casa de Austria en Europa que, además de dificultar los viajes, generaron una creciente desconfianza hacia los extranjeros que comenzaron a ser considerados como posibles herejes, espías, vagos o delincuentes.
Como parte de la interrelación establecida entre la ciudad y el campesinado, la demanda de productos y servicios que generaba el mundo rural explica la vitalidad del artesanado urbano, que vio cómo se ampliaba el número de asociaciones gremiales. Destacaban entre éstas las dedicadas al ramo de las pieles y el cuero, abundando el número de curtidurías establecidas tanto en la propia ciudad, como en sus alrededores. Otros gremios como el de los azabacheros, plateros y estañeros eran genuinamente compostelanos al estar ligados a la producción suntuaria destinada al culto y a la venta de objetos para los peregrinos.
Cabría decir del Santiago de la época que era un modesto núcleo urbano que podía destacar en el mundo preeminentemente rural de la cornisa cantábrica y atlántica, pero que no admitía comparación con las ciudades del centro y del sur de España. No obstante, desde 1670 hasta 1760 la ciudad compostelana experimentó un notable crecimiento demográfico que podría relacionarse con la coyuntura agraria, de modo que se convirtió en la primera ciudad del cuadrante noroeste peninsular al cambiar radicalmente las cosas cuando las urbes y grandes villas castellanas se hundieron al quedar arruinadas sus bases comerciales e industriales.
Por otra parte, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la ciudad vio reactivado el comercio de importación y exportación a mayor escala gracias a la iniciativa empresarial de una nueva burguesía mercantil (en gran parte proveniente de otros puntos de la Península), que participó activamente en el comercio colonial a través de los puertos de la costa. Los beneficios derivados se invirtieron en centros fabriles que ocuparon a un significativo número de asalariados no integrados en el sistema gremial; sistema que a partir de entonces entró en decadencia.
La Edad Contemporánea (siglos XIX-XXI)
Desde el primer tercio del siglo XIX Santiago comenzó a experimentar una situación de estancamiento demográfico, social y económico que se prolongaría en las siguientes décadas.
El modelo liberal que había sido adoptado en las primeras Cortes de Cádiz sentó las bases para desmontar los seculares derechos y privilegios de los arzobispos y del clero, de modo que de 1813 a 1837, en un proceso que resultó ser irreversible, el estado fue despojando al estamento eclesiástico de su poder económico y jurisdiccional, principalmente con la abolición de los señoríos, la puesta en marcha de la desamortización de los bienes, la supresión de los diezmos y, en el caso concreto de Compostela, la eliminación del voto de Santiago que suponía para su Iglesia la percepción de una copiosísima renta. El clero regular se vio afectado por la exclaustración siendo cerrados los monasterios santiagueses de San Martiño, San Domingos, Santo Agostiño, San Francisco, San Lourenzo y Santa María de Conxo, y aunque los conventos femeninos no fueron suprimidos, sí fueron incautados sus bienes. Con todo ello la ciudad, que era directa beneficiaria de los poderes eclesiásticos, se vio privada de su fuente económica más segura.
La reacción del clero fue la de rechazo a las corrientes sociales, políticas y capitalistas de nuevo signo adhiriéndose mayoritariamente primero al absolutismo y, más tarde, a la causa del infante Carlos, haciendo de Santiago el centro operativo más importante que el carlismo tuvo en Galicia. Así mismo, la ciudad permaneció ajena al aparato burocrático de la administración liberal, manteniéndose fiel al modelo tradicional y perpetuando de este modo el protagonismo eclesiástico que confería el carácter levítico definidor de la Compostela decimonónica. Tal postura tuvo su represalia política cuando, con ocasión del reordenamiento de 1833 que dividió España en 49 provincias, perdió su condición de capital, quedando reducida en el ámbito civil a sede de la audiencia de lo criminal, a cabeza de partido judicial y administrativo y a cabeza de distrito universitario.
Al mediar la centuria Santiago se encontró superada por otras ciudades de Galicia, no solo desde el punto de vista institucional, sino también en el aspecto poblacional y económico, siendo manifiesta su debilidad industrial y comercial. Por entonces, lo que quedaba de la industria compostelana se componía casi exclusivamente de pequeñas empresas autónomas y talleres de oficios de carácter artesanal que adolecían de falta de modernidad y escaso grado de mecanización, a lo que se unió el hecho de que la afluencia de productos foráneos puso en apuros al sector, llegando incluso a ser liquidados ramos enteros como el textil. Entre los factores que afectaron al decaimiento comercial, fue determinante la interrupción de las relaciones con América y la contracción de los mercados tanto a escala nacional como regional.
En el último cuarto del siglo XIX Santiago era mayormente una ciudad de servicios, especialmente eclesiásticos, académicos, educativos, sanitarios y comerciales, teniendo un peso notorio el sector primario radicado en el territorio suburbano, donde, además de agricultores y jornaleros, vivía un amplio contingente de artesanos, menestrales, operarios y personal del servicio doméstico, que constituían una buena parte de su base demográfica.
En el período que se extiende desde la restauración borbónica a la dictadura de Primo de Rivera (1875-1923), la política compostelana estuvo determinada por la figura de Montero Ríos y su red clientelar, que representaban un modelo de liberalismo de carácter personalista y proteccionista. Los “monteristas” se afianzaron plenamente a partir de 1886, momento en que consiguieron monopolizar la representación electoral del distrito de Santiago. Fue también en el mismo período cuando se consolidó en el marco de la ciudad el movimiento regionalista gallego partidario de la autonomía política de Galicia y, también, el movimiento obrero, que con conciencia de clase preconizaba la lucha política y laboral para mejorar las condiciones del proletariado, de modo que las primeras huelgas comenzaron a sucederse en Compostela en los años noventa del siglo XIX.
La Compostela de entonces debió su revitalización en buena medida a su institución universitaria, que fue ampliando su oferta académica logrando importantes mejoras científico-culturales, al tiempo que contribuyó a dinamizar la economía local gracias a la afluencia creciente de estudiantes. La otra gran baza jugada dentro de la misma partida fue la figura del Apóstol, que en su faceta de peregrino se convirtió en estandarte y protector de la ciudad por su poder de convocatoria y capacidad movilizadora de apoyos políticos y económicos. Fue el arzobispo Miguel Payá y Rico (1875-1886) quien ideó y puso por primera vez en práctica un estudiado programa de acciones encaminadas a renovar el culto jacobeo conforme a la mentalidad burguesa de los nuevos tiempos; el objetivo era potenciar la llegada masiva de fieles de procedencia lejana, reinventando el fenómeno de la peregrinación. Aunque los logros no se vieron a corto plazo, sí quedaron sentadas las bases de lo que a la larga acabaría por convertir otra vez a Compostela en un referente religioso y cultural de primera magnitud, a lo que se sumaría a partir de ahora un nuevo componente turístico.
Pese a la notable influencia social e ideológica que la Iglesia seguía conservando, ésta se mantuvo al margen de la vida política de la ciudad, mientras que la Universidad se fue integrando progresivamente en el gobierno municipal. Lo mismo ocurrió con otras instituciones económicas, educativas y culturales, cuyos miembros, junto con las élites mercantiles locales, acabaron por hacer del concejo el centro impulsor desde donde se apostaría por el progreso. Fue así que se modernizaron, entre otras cosas, las dotaciones de servicios básicos como el alcantarillado, el abastecimiento de agua potable en las casas y el alumbrado público, pero sobre todo, los esfuerzos se concentraron en ampliar y mejorar las comunicaciones en las que jugaba un papel fundamental la implantación del ferrocarril, tanto para acortar los viajes de larga distancia, como para llegar hacer de la ciudad un nudo de primer orden en la red viaria de Galicia.
En el aspecto urbanístico los cambios que se hicieron a lo largo del siglo XIX, y aún en las primeras décadas del siglo XX, se orientaron más a la reforma del casco histórico, que a la construcción de un nuevo ensanche. A la demolición de la muralla de ciudad (prácticamente concluida hacia 1850) y a la construcción de inmuebles sobre su antiguo trazado, le siguió el derribo de soportales en muchas calles, siendo suprimidos también los cuerpos volados medievales. En buena parte se modificaron las fábricas de las antiguas casas, a las que se añadieron nuevos pisos; sus fachadas fueron remodeladas siguiendo un esquema compositivo muy repetido a partir de mediados del siglo XIX que implicaba la apertura de grandes vanos en los bajos, la generalización de ventanales y balcones de asomo en las primeras plantas y la inclusión de galerías acristaladas en lo más alto. Otros inmuebles del casco viejo fueron derribados para levantar en su lugar nuevas arquitecturas de estilo modernista y ecléctico. Las calles del centro fueron pavimentadas en su totalidad con grandes losas de granito y algunas de ellas fueron realineadas en un intento por racionalizar la antigua trama urbana. Se reordenaron, además, plazas y plazuelas que se concebían entonces como respiraderos dotados de espacios verdes en medio del abigarrado caserío. Aunque hubo otras muchas intervenciones puntuales, el sector más transformado del casco viejo fue el que comprendía el área circunscrita a iglesia de San Fiz de Solobio y al monasterio de Santo Agostiño; entre estas dos edificaciones se derribó el Pazo de Altamira, construyéndose en su lugar el mercado de abastos y colindando con él, se levantaron nuevas manzanas de casas con sus correspondientes calles.
Fuera del perímetro de la antigua muralla se concluyó el acondicionamiento del parque da Alameda (antiguo campo da Estrela, en la salida hacia Padrón) y a partir de la Restauración Borbónica, se afianzó el trazado de la circunvalación que iba de la antigua puerta da Mámoa a la puerta da Pena y se abrieron las nuevas calles de Carreira do Conde, A Senrra y O Hórreo; ésta última conducía directamente a la estación del ferrocarril.
En los años posteriores a la primera Guerra Mundial comenzó a apreciarse una cierta movilidad con la pujanza creciente de la actividad desarrollada por los profesionales liberales, y con la aparición de nuevos sectores productivos como el de los transportes, el turismo y la hostelería. Se inició entonces una tímida expansión económica que se mantuvo en la década de los años 20.
Desde un punto de vista institucional, la principal novedad del momento fue la anexión del ayuntamiento de Conxo al de Santiago, que se produjo en 1925 ampliando notablemente su extensión y provocando un repunte demográfico al alza.
Tras la dictadura de Primo de Rivera, el régimen de la II República supuso para el consistorio compostelano una ruptura con todo lo anterior, facilitando la entrada de personas de sustracción social muy diferente a lo que se había visto hasta entonces. Durante esta etapa se generaron en las distintas corporaciones municipales numerosos cambios de partido que dieron lugar a una inestabilidad constante. Al estallar la Guerra Civil Española, que sucedió a la II República, la ciudad quedó desde un primer momento bajo el dominio de los militares insurrectos, ejerciéndose de inmediato represalias y depuraciones contra toda oposición. Acabada la guerra, el franquismo se instauró en Santiago con el apoyo de la Iglesia, del partido falangista y de la población de derechas que había mirado con desconfianza al régimen republicano.
El largo período de postguerra trajo consigo primero un retroceso generalizado, y más tarde una lenta recuperación que no superó el punto de partida hasta la década de los sesenta del siglo XX, cuando se inició una etapa de desarrollo económico que con más o menos altibajos se ha mantenido hasta nuestros días. El desarrollo vino propiciado no solo por la revitalización de la producción, sino también por la imbricación creciente de la economía compostelana en la del resto de España. Con todo, siguió primando aquí el sector terciario que ocupa todavía hoy a algo más del 70% de la población activa, constituyendo los principales factores de cambio, la educación, la sanidad y el turismo. En el apartado industrial, entre las pequeñas y medianas empresas muchas de ellas concesionarias o dependientes de firmas españolas o multinacionales que se vieron a establecer en los nuevos polígonos industriales del extra radio, las que más peso adquirieron fueron las dedicadas a los sectores de la madera y de las telecomunicaciones. También el comercio ha evolucionado en las últimas décadas con la implantación de las grandes superficies y centros comerciales y la generalización del sistema de franquicias.
Los cambios económicos vinieron acompañados por una transformación drástica de la sociedad que experimentó en su conjunto una mejora de la calidad de vida, siendo el caso que los grupos con capacidad adquisitiva media y alta aumentaron con el incremento progresivo del estudiantado, del funcionariado, del personal técnico y administrativo, y de los profesionales liberales.
A todo ello hay que sumar el hecho de que el ayuntamiento de Santiago volvió a ampliar notoriamente su territorio, y con ello su base demográfica, en el año 1962 cuando se oficializó la nueva adhesión del ayuntamiento de Enfesta.
La expansión a gran escala de la ciudad fuera del casco histórico no se materializó hasta las décadas de los años sesenta y setenta del siglo XX, pese a que ya al término del siglo XIX se había comenzado a planificar la construcción de un nuevo ensanche al sur de la ciudad, fracasando los primeros anteproyectos que se presentaron debido al escaso dinamismo económico y a los avatares adversos derivados de las distintas coyunturas políticas y sociales del momento.
Aunque algunos calificaron la realización del primer ensanche como de “espantajo urbano”, lo cierto es que a él se mudaron masivamente las capas medias y altas de la sociedad compostelana. Simultáneamente se abrieron al norte de la ciudad las calles Coimbra y Salamanca y la avenida de Xoán XIII que facilitaba el acceso a la plaza do Obradoiro. También se dio aprobación en el año 1966 a los planes parciales de los polígonos de Vite y Vista Alegre, concebidos como barriadas obreras situadas igualmente hacia el noroeste de la ciudad. Las nuevas zonas residenciales en su conjunto absorbieron una población que casi llegó a duplicarse entre los años 1930 y 1950.
Junto a estas intervenciones urbanísticas, destaca el proyecto del primer campus universitario edificado entre los años 1928 y 1963 al oeste da Alameda y de la llamada Carballeira de Santa Susana, que fue ampliándose progresivamente en las siguientes décadas hasta doblar su extensión, mientras que se construyó otro campus situado al norte de la ciudad, entre Vite y Vista Alegre.
La expansión urbana de Santiago continúa en la actualidad habiendo englobado, no ya los antiguos arrabales que se extendían a lo largo de los principales caminos y carreteras de salida de la ciudad, sino también, algunos de los núcleos poblados de la periferia como los de Pontepedriña de Arriba y Meixonfrío, al norte, de San Lázaro, al noreste, Castiñeiriño y Pontepedriña de Abaixo, al sudeste, Conxo, al sur y Santa Marta y A Choupana, al sudoeste, que se han visto completamente transformados por la apertura de nuevas calles y la construcción masiva de bloques de edificios. Además, entre finales del siglo XX y principios del XXI en ese mismo cinturón urbano se han levantado otras grandes barriadas de nueva construcción como las de Fontiñas, al noreste y Cornes, Conxo de Arriba y Espiñeira, al Sur. Así mismo, entre las áreas edificadas se acondicionaron parques y amplios espacios verdes que se encuentran salpicados de construcciones señeras a la vanguardia de la arquitectura, entre las que destaca el faraónico conjunto da Cidade da Cultura en el monte de Gaiás. Estos proyectos urbanos se acompañaron con nuevos equipamientos industriales, sanitarios, administrativos, culturares, educativos, deportivos y de ocio, que supusieron un salto de gigante, a lo que hay que sumar la modernización de las infraestructuras viarias terrestres y de las comunicaciones aéreas.
Las nuevas claves que explican la actual expansión y modernización de la ciudad radican en la llegada de la democracia, que supuso la puesta en marcha de un nuevo sistema a partir de las selecciones de 1976 que convirtió a Santiago en el centro político y administrativo de Galicia, siendo capital de la nueva comunidad autónoma y sede del parlamento gallego.
Por otra parte, la ciudad fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 1985, lo que le aportó un mayor prestigio, constituyendo un reclamo más para el turismo.
En la actualidad Santiago de Compostela tiene censados en su municipio más de 97.000 habitantes y en su núcleo urbano poco más de 81.000, aunque éste soporta a mayores un amplio contingente de población flotante compuesto mayormente por turistas, peregrinos, estudiantes, usuarios de los servicios públicos y trabajadores foráneos de las distintas administraciones. Se calcula que el número de personas que cada día pueden acudir a la urbe duplican el número de los habitantes de derecho, dándose el caso de que el área metropolitana se extiende a los municipios colindantes, donde se han creado auténticas ciudades dormitorio en lugares como O Milladoiro, Bertamiráns, Cacheiras, Sigueiro o Brión.
Así pues, la ciudad de Santiago evoluciona hoy en día hacia una realidad compleja, manteniéndose a caballo entre la tradición y la modernidad.
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