SAMOS, monasterio de San Xulián y Santa Basilisa de

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El monasterio benedictino de San Xulián y Santa Basilisa de Samos constituye un monumento histórico artístico de primera magnitud. Se encuentra emplazado en el ramal del Camino Francés que, entre Triacastela y Sarria, da un rodeo por este lugar, hoy perteneciente a la parroquia de Santa Xertrude de Samos en el municipio de Samos. En este tramo el Camino transcurre encajonado por el valle del río Oribio o Sarria que pasa junto a los muros del propio monasterio.
El monasterio atrae la atención no solo por sus grandes proporciones, sino también por la austeridad de su fábrica de mampostería vista de lajas metamórficas de procedencia local, carpinterías de madera y cubiertas de pizarra que se funden con el paisaje. Hoy en día el conjunto abacial se limita a la iglesia y al convento; sin embargo, en los tiempos en que la comunidad de Samos estuvo integrada en la Congregación de Valladolid se estableció una demarcación en torno al monasterio que estaba restringida a la clausura.

Vista general del monasterio de Samos.

En el siglo XVIII el perímetro de dicha demarcación estaba delimitado por una muralla de dos kilómetros de longitud de la que todavía quedan algunos vestigios. Dentro de los términos de la clausura se encontraba, además de la iglesia y el convento del monasterio, la capilla prerrománica de San Salvador o del Ciprés (declarada Monumento Nacional en el año 1944) y, junto a ella y dispuestas en calles paralelas, se alineaban una serie de construcciones que albergaban oficinas de carpintería, serrería, herrería y molienda. Asimismo, cerca de la capilla del Salvador se encontraban la huerta de plantas medicinales de la que se surtía la botica y el cementerio parroquial que todavía se mantiene en uso. El resto de espacio intramuros lo constituían parcelas de monte y cultivo destinadas al sostenimiento y consumo de los propios monjes.

Alzado del frente de la iglesia y convento. (izquierda) y alzado longitudinal del lateral norte de la iglesia y convento (derecha). (José Antonio Franco Taboada, Santiago Tarrío Carrodeguas (dirs.), A arquitectura do Camiño de Santiago: descrición gráfica do Camiño Francés en Galicia, Santiago [de Compostela], Xunta de Galicia, A Coruña, Universidade da Coruña, D.L. 2000).

La iglesia monasterial acoge en su interior la capilla de Santa Gertrudis, que es sede parroquial. Su actual edificio empezó a construirse en el año 1684, pero fue entre los años 1734 y 1748 cuando las obras tuvieron mayor impulso bajo la dirección de Juan Vázquez, maestro de obras y monje de Samos. La fachada principal de la iglesia está precedida por una escalinata inspirada en la que da acceso a la catedral de Santiago de Compostela en la fachada del Obradoiro, aquella obra de Ginés Martínez. La escalinata de la iglesia de Samos, terminada en 1779, se desenvuelve en dos tramos paralelos de escalones que ascienden en zigzag, compartiendo los descansillos intermedios. En lugar de balaustrada cuenta con un antepecho macizo adornado con pináculos que rematan en grandes bolas de cantería.

El lienzo de la fachada principal de la iglesia, correspondiente al pie de esta, se construyó con canterías de granito, al igual que el muro de la portería del convento adyacente. El maestro Juan Vázquez, artífice de la obra —fallecido en 1761— no alcanzó a ver el levantamiento del tercer cuerpo de las torres y el frontón o ático central. En las trazas de la construcción se reflejan influencias de los prestigiosos arquitectos del barroco gallego como Simón Rodríguez y Fernando de Casas Novoa. A este último se debe la fachada del Obradoiro de la catedral compostelana.

Fachada oeste de la iglesia.

El cuerpo bajo de la fachada de la iglesia monasterial está dividido en tres calles separadas por grandes pilastras. En medio de la calle central se abre la puerta de entrada, flanqueada por dos pares de columnas de orden toscano elevadas en altos plintos. Sobre el vano adintelado de la puerta se ubica una hornacina coronada por un frontón semicircular y está enmarcada en los lados con estípites, pináculos y volutas de gusto barroco con la imagen de San Benito, pieza del año 1785 del escultor José Ferreiro. Las calles laterales del cuerpo bajo se adelantan hacia el espectador y son la base de las torres de los campanarios. En sus lienzos se abren dos ventanas rectangulares coronadas con tambanillos curvos a las que se sobreponen dos ojos de buey orlados de guirnaldas. Por encima del cuerpo bajo discurre una cornisa dentada y volada que se extiende a lo largo del frontis, estableciendo una nítida separación con el cuerpo superior de la fachada.

El cuerpo también se divide en tres calles: la central presenta un gran óculo inscrito en un cuadrado que, a su vez, está enmarcado por un baquetón acodado; a sendos lados de este, se disponen dos pares de columnas de orden toscano y dos hornacinas con las imágenes de San Julián y Santa Basilisa. Las calles laterales del cuerpo superior acogen los campanarios de esquinales cóncavos precedidos de balaustradas, contando en tres de sus lados con aperturas en forma de arcos de medio punto —flanqueados por columnas pareadas— que genera en el interior un espacio abovedado apto para el volteo de las campanas. Corona el cuerpo superior un entablamento ricamente adornado.

Detalles de elementos escultóricos de la fachada de la iglesia.

La iglesia es de estilo barroco y sigue modelos de tipología jesuítica; llama la atención la luminosidad y amplitud del espacio interior, el contraste establecido entre la sillería vista y los muros encalados y la austeridad de las líneas, que se ve acentuada por la elección del orden toscano en pilastras y soportes. Los motivos ornamentales propios del barroco están restringidos a determinados elementos arquitectónicos muy puntuales y destacados.

La nave principal, el transepto y la cabecera, más altos que el resto de la iglesia, dibujan en planta una cruz latina inserta en un rectángulo del que sobresale ligeramente el testero de la cabecera. La nave principal se divide en cuatro tramos separados por pilastras, entre las que se abren los arcos formeros de medio punto que comunican con las naves laterales y, sobre ellos, se abren también los arcos de las tribunas altas con balconadas de hierro, sobrexpuestas a las naves laterales. La nave principal se cubre con bóveda de cañón casetonada, en cuyo arranque se abren ocho lunetas iguales a los de la capilla mayor.

Nave principal con vista del presbiterio.

Una cornisa moldurada y adornada con un denticulado recorre todo el perímetro interior la nave principal, del transepto y de la cabecera, contrarrestando la sensación de verticalidad al separar nítidamente las distintas alturas. De esta cornisa arrancan las bóvedas de cañón que cubren los espacios, formadas por secciones gracias a los arcos fajones de medio punto que descargan en columnas las cargas que generan y soportan.

A los pies de la iglesia, y a la derecha de la entrada principal, se encuentra el baptisterio de la parroquia. Sobre la propia entrada se alza una tribuna apoyada sobre arcos carpaneles, espacio cubierto por una bóveda nervada que proviene de la antigua iglesia medieval. La tribuna acoge el coro alto donde se encuentran instalados dos órganos ejecutados en tiempo del abad Antonio Arias (1729-1733). Los muebles de estos órganos tienen cajas de resonancia con diseños calados y cierres a modo de celosías, están profusamente ornados con decoración barroca que aúna estípites, veneras, guirnaldas, ángeles, querubines y genios; uno de los órganos ostenta el escudo del monasterio.

Pies de la nave con órganos en la tribuna alta (izquierda) y detalle de la bóveda de cañón con casetones (derecha).

En el centro del transepto se ubican la capilla mayor y el presbiterio que la precede, cubierta por una bóveda de cañón cuarteada en casetones. En el arranque de la bóveda y en cada uno de los lados se abren dos lunetas coronadas por arcos de medio punto. Flanquean el acceso al presbiterio dos púlpitos que tienen el pie y la plataforma de mármol y disponen de artísticos tornavoces de decoración barroca, coronados con las figuras de dos ángeles que tocan sendas trompetas. Anteponiéndose al presbiterio se encuentra hoy el altar mayor, bajo cuya mesa se exponen los bustos de San Julián y Santa Basilisa que guardan sus reliquias, traídas al monasterio en 1615. A los lados de la capilla mayor hay otras dos capillas dedicadas a san Juan Bautista y a santa Catalina. Estas capillas laterales están cubiertas con cúpulas de media naranja rebajadas y nervadas que se apoyan sobre pechinas; se comunican con el presbiterio y la capilla mayor a través de dos arcos formeros de medio punto.

Brazos del transepto: nave norte (izquierda) y nave sur (derecha).

Sobre el crucero del transepto, formado por los brazos de la cruz latina, se eleva una cúpula semiesférica de grandes proporciones, que tiene el intradós casetonado y dividido en ocho cuarterones separados por otras tantas nervaduras dobladas. En el arranque de cada uno de los cuarterones se abre un óculo circular. La cúpula se apoya sobre el cuerpo cilíndrico de un tambor, que a su vez está sostenido por cuatro pechinas decoradas con bajorrelieves de estilo barroco tallados en madera policromada que representan los bustos de San Bernardo, San Ruperto, San Anselmo y San Idelfonso de Toledo, todos ellos de la doctrina de la virginidad de María y del culto a la Inmaculada Concepción, que se vio potenciado tras el Concilio de Trento. El anillo interior del tambor está decorado con una moldura denticulada y entalles rehundidos que alternan con ménsulas. Por fuera la cúpula está recubierta por un cimborrio octogonal coronado por una falsa linterna.

Los brazos del transepto se cubren con bóvedas de cañón casetonadas. En la parte alta de los muros testeros del transepto se abren dos grandes ventanales circulares y bajo ellos se encuentran los altares dedicados a la Purísima Concepción (en el testero norte) y a san Benito (en el testero sur). Los altares están encastrados en los muros y aparecen enmarcados por pilastras que sostienen frontones partidos.

Cúpula del transepto.

Las naves laterales, de menor altura, están igualmente dividas en cuatro tramos, albergando cada uno de ellos su correspondiente capilla. En el lado meridional o de la Epístola se encuentran las de Santa Escolástica, San Eufrasio de Francia, Santa María Magdalena y San Lorenzo y en el lado septentrional o del Evangelio se encuentran las de San Rosendo, San Blas, Santa Gertrudis y la Virgen Dolorosa. Las capillas se cubren con bóvedas de aristas reforzadas por cuatro nervios y se comunican entre sí a través de arcos fajones de medio punto.

Por lo que respecta al amueblamiento de la iglesia son dignos de especial consideración sus retablos, destacando muy especialmente las obras de los escultores de primera fila Francisco de Moure (1577-1636) y José Ferreiro (1738-1830). Francisco de Moure, escultor del barroco incipiente gallego, trabajó en Samos entre los años 1613 y 1621. Realizó cinco retablos para iglesia con diversos relieves y tallas de bulto redondo que se caracterizan por su realismo descriptivo, muy en la línea de sus contemporáneos y de la sensibilidad de la contrarreforma, que responde al principio de eficacia ideológica impuesta tras el Concilio de Trento.

De la obra de este escultor se conservan los dos retablos que hoy presiden las últimas capillas de las naves laterales; el retablo del lado sur o de la epístola estaba dedicado a San Benito y el del lado norte o del evangelio estaba dedicado a la Inmaculada Concepción. Las imágenes del Santo y de la Virgen se trasladaron a los retablos del barroco pleno que se hicieron entre los años 1749 y 1753, para ser colocados en los testeros del transepto. En la hornacina del retablo original de Moure, donde estuvo la talla de San Benito, se colocó una imagen de época posterior que representa a San Lorenzo y en el lugar que ocupaba la Inmaculada se reubicó una imagen de la Virgen Dolorosa, obra del propio Moure, correspondiente a la escena del calvario que formaba parte del antiguo retablo mayor que presidió la iglesia al menos hasta el año 1781.

Retablo de San Lorenzo., Francisco de Moure.

Son también tallas conservadas de Francisco de Moure las imágenes de San Juan Bautista y de Santa Catalina que actualmente presiden los retablos de las capillas laterales de la cabecera de la iglesia, aunque. al igual que ocurre con los retablos del transepto, estos se hicieron posteriormente, en el último cuarto del siglo XVIII, en estilo rococó.

Retablo de San Juan Bautista (izquierda) y de Santa Catalina  (derecha).

Los retablos de San Benito y de la Inmaculada realizados por Moure son obras gemelas, hechas en madera policromada y ornada con pan de oro. Constan de predela, de un cuerpo principal divido en tres calles flanqueadas por columnas de orden corintio y de un ático con el mismo número de calles, coronado por un frontón semicircular. Las calles laterales de ambos retablos se quiebran hacia delante ofreciendo de este modo sensación de movimiento, al tiempo que con ello se intenta integrar al espectador en la obra. Toda la carpintería se cubre con motivos ornamentales propios del barroco.

En la predela del retablo de San Benito se colocaron cuatro tablas pintadas con las imágenes de San Gregorio Magno, San Rosendo y otros dos monjes difíciles de identificar, que fueron ejecutadas por uno de los colaboradores de Moure (Fructuoso Manuel o Bartolomé de Cárdenas). En las calles laterales del cuerpo bajo del mismo retablo se encuentran dos hornacinas con altorrelieves que representan a dos de los discípulos de San Benito: San Mauro (a la izquierda) y San Plácido el Menor (a la derecha); sobre la hornacina de San Mauro se encontraba un bajorrelieve (desaparecido) que representaba a San Mauro salvando de las aguas a San Plácido y sobre la hornacina de San Plácido, otro bajo-relieve escenifica su martirio. En las calles laterales del ático hay otras dos tablas pintadas que representa a San Benito contemplando la esencia divina y al mismo Santo en medio del zarzal. En la calle central del ático se encuentra tallada la escena de la aclamación de la regla benedictina.

En la predela del retablo de la Inmaculada se colocaron cuatro tablas pintadas con las imágenes de Santa Gertrudis, Santa Lucía, Santa Cecilia y Santa Inés. En las calles laterales del cuerpo bajo se encuentran dos hornacinas con altorrelieves que representan a San José (a la izquierda) y a San Joaquín (a la derecha); sobre la hornacina de San José un bajorrelieve representa a la sagrada familia en el taller de carpintería y sobre la hornacina de San Joaquín, otro bajorrelieve escenifica el encuentro de Santa Ana y Santa María. En las calles laterales del ático hay otras dos tablas pintadas con los retratos de Santa Águeda y Santa Bárbara. En la calle central del ático se encuentra tallada la escena de la ascensión de María a los cielos, al mismo tiempo que es coronada.

Retablo de la Inmaculada Concepción.

Las imágenes del retablo mayor que hoy preside la iglesia son obras maestras de José Ferreiro. Las trazas del retablo corresponden a Miguel Fernández y su entallador fue Juan Antonio Domínguez de Estivada, quien ejecutó la carpintería entre los años 1781 y 1785. El retablo es mayormente de estilo neoclásico y así las columnas y pilastras presentes en su estructura se alternan conforme a los cánones racionalistas. El orden empleado es el compuesto. La ornamentación queda estrictamente restringida a los elementos arquitectónicos. Con todo, el retablo, inspirado en obras de Bernini, mantiene reminiscencias de épocas anteriores de tal manera que la fábrica de madera, pintada imitando los vetados de mármoles y jaspes, se convierte en un revestimiento del testero y de la bóveda de la capilla mayor, prolongándose en los extremos sobre los muros laterales del presbiterio, mientras que la parte central se quiebra hacia el fondo en una ruptura en zig-zag que provoca un efecto dinámico y envolvente propio del barroco.

El retablo está presidido por la imagen del patrón del monasterio, San Julián “el Hospitalario”, que aparece vestido con nobles ropajes y se mantiene de pie sobre un cúmulo de nubes en acción de elevarse a los cielos; de las nubes emergen sendos ángeles, que portan la palma del martirio y la espada con que fue degollado. Iluminan al Santo haces de luz que surgen de otra nube que surca sobre su cabeza y de la que asoman dos querubines. Sobre el arco de la hornacina que acoge la imagen, sobrevuela otro ángel que despliega una cartela alusiva a San Julián. La escultura que representa a su esposa, Santa Basilisa, está colocada en el lateral norte del retablo, mientras que en el lateral sur se encuentra otra escultura pareja que representa a Santa Cristina; ambas santas portan los atributos que las identifican, su actitud es reposada, estática y ascética en un intento de transmitir serenidad, en claro contraste con las figuras atormentadas por las pasiones del alma que caracterizan el barroco. En el ático del retablo pende un tondo que es sostenido por ángeles y en el que se representa la escena de la transfiguración del Señor en el monte Tabor, alusiva a la advocación del Salvador.

Retablo del Altar Mayor.

El sagrario del retablo mayor fue sustituido por las imágenes de los abades samonenses de los siglos VIII y IX, Argerico y Ofilón, que fueron restauradores de este monasterio, cuyo escudo portan entre sus manos; estas imágenes proceden del coro bajo que estuvo a los pies de la nave central y que fue desmontado en 1968, tras el Concilio Vaticano II, para ser recolocada su sillería en el presbiterio de la misma iglesia. También proceden del coro bajo las imágenes de los reyes asturianos Alfonso II “el Casto” y de su padre Fruela I, protectores del monasterio, que hoy están colocadas ante las pilastras del primer tramo de las naves. Las cuatro imágenes fueron realizadas durante el abadiato de Eladio Novoa (1749-1753), siendo el entallador del coro Gregorio Durán.

Del taller de José Ferreiro (si no de su propia mano) son los cuatro retablos de estilo neoclásico, situados a pares en las cuatro primeras capillas de las naves laterales, que están presididos por las imágenes de Santa Escolástica y de San Eufrasio de Francia (los del lado sur o de la epístola) y de San Rosendo y de San Blas (los del lado norte o del evangelio). Corresponden a las últimas décadas del siglo XVIII. Por último, diremos que otro retablo destacable es el de Santa Gertrudis, perteneciente a la parroquia (actualmente ubicado en la tercera capilla de la nave norte); es de estilo barroco y fue pintado por Antonio Fernández durante el abadiato de José Valdés (1681-1685). Enfrentado al retablo de Santa Gertrudis se encuentra en la capilla opuesta del lado sur otro retablo presidido por Santa María Magdalena, que se rehízo con partes de retablos anteriores. En él destaca por su singularidad, una tabla pintada en la que se representa la figura de Santiago vestido de peregrino matando con la espada a un infiel; otra tabla pareja representa a San Millán en su doble condición de monje y guerrero. Ambas tablas pudieran proceder del retablo de la capilla mayor realizado por Francisco de Moure.

Retablos de Santa Gertrudis (izquierda) y retablo de Santa Escolástica (derecha).

Tras la cabecera de la iglesia monasterial se encuentra la sacristía barroca, cuyas obras son coetáneas al templo. En planta, la sacristía dibuja un octógono inscrito en un cuadrado. El espacio acoge a un retablo relicario que guarda diversas piezas de orfebrería, entre las que destaca una copia fiel de la cruz de oro guarnecida con piedras semipreciosas, que los reyes asturianos donaron al monasterio. La sacristía se cubre con una cúpula muy similar a la de la iglesia ya que está coronada por una linterna y sostenida por pechinas en las que se colocaron los bustos tallados que representan las Virtudes Teologales y Cardinales y entre ellas la figura del Salvador.

Sacristía y detalle del relicario.
Cúpula de la sacristía.

La iglesia y la sacristía se comunican a través del statio o signo, que constituye un corredor o distribuidor donde se reúne la comunidad de religiosos antes de los oficios litúrgicos para iniciar procesionalmente la entrada al templo. Es una estancia de planta rectangular cubierta por una bóveda de crucería estrellada procedente del antiguo “signo” del monasterio realizado por Mauro de Vega en 1633-1637; el diseño estrellado de la bóveda es similar al de los corredores bajos del claustro viejo o de las Nereidas. En la cabecera del “signo” hay una fuente purificadora, que es una pieza reaprovechada de principios del siglo XVII. Unas pinturas al fresco, realizadas entre 1956 y 1960 por el pintor catalán Juan Parés, decoran los muros con escenas de la vida de Jesucristo.

Statio.

Los edificios que actualmente componen el conjunto monástico fueron levantados entre los siglos XVI y XVIII, siguiendo los cánones de los diversos estilos imperantes: del Gótico tardío, al Neoclásico, pasando por el Barroco. Las obras de fábrica del antiguo monasterio medieval fueron derribadas para poder efectuar las sucesivas ampliaciones, conservándose tan solo la portada meridional de la iglesia románica.

Dentro del complejo monasterial se diferencia claramente el espacio dedicado al culto, integrado por la iglesia, el signo y la sacristía, del espacio del convento donde se desarrolla la vida de la comunidad religiosa. El convento se articula en torno a los claustros e integra los dormitorios distribuidos en celdas, los comedores o refectorios, las cocinas, las bodegas, despensas y cilleros (donde antiguamente se almacenaban el grano y otros productos procedentes del cobro de las rentas), la sala capitular, la cámara abacial, la biblioteca, el archivo, la botica, la enfermería y las hospederías, que todavía hoy reciben a viajeros y peregrinos.

Plano de la planta baja del complejo.

El signo da paso igualmente al claustro grande, también llamado claustro nuevo o del Padre Feijóo, es uno de los dos que tiene el monasterio y se encuentra adosado al muro meridional de la iglesia. Fue proyectado a finales del siglo XVII y es obra de los maestros Juan Vázquez y Pedro Martínez. Se ultimó cuando acabó de derribarse la iglesia medieval, durante el abadiato de Vicente Marín (1757-1761). Concebido como claustro procesional, es de considerables dimensiones, se articula con pilastras de orden dórico alzadas sobre altos pedestales que unifican sus dos primeros cuerpos. El cuerpo inferior tiene arcadas de medio punto molduradas. En el segundo cuerpo se abren ventanas adinteladas con montantes sobre las que discurre una cornisa volada. El tercer cuerpo fue añadido con posterioridad: se divide en tramos separados por pilastras; en cada tramo se abren dos arcos rebajados que se apoyan en columnitas intermedias de orden jónico. Los corredores del cuerpo bajo están cubiertos por bóvedas de arista; encierran un amplio jardín presidido por el monumento al padre Feijóo, hijo ilustre del monasterio. El monumento es obra del escultor Francisco Asorey (1947).

 

Claustro Nuevo o del Padre Feifjóo.

En la misma crujía del lado oriental del claustro grande se abre a la calle la Puerta de Carros, que comunicaba con los antiguos cilleros. Esta puerta está flanqueada por pilastras y coronada por un frontón partido que da cabida al escudo de Carlos V con el águila bicéfala; está flanqueado por los otros dos escudos que ostentan los blasones del monasterio y de la Congregación de Valladolid. Los tres escudos son piezas reaprovechadas.

La portada románica se encuentra en la pared norte del corredor bajo del claustro de las Nereidas, presenta dos arcos de medio punto sustentados por dos pares de columnas acodilladas que enmarcan el vano de la puerta. Los fustes de las columnas son lisos y monolíticos, los capiteles tienen variada decoración: en el lado occidental el capitel exterior muestra un par de cuadrúpedos afrontados que cruzan sus cabezas sobre un fondo de hojas lanceadas, mientras que en el capitel interior se desarrolla una decoración de tallos ondulantes con brotes de hojas; los capiteles del lado oriental presentan motivos vegetales. Las basas áticas de las columnas y los plintos sobre las que se apoyan están ornados con garras. Durante la restauración de 1951 se modificó algo la forma primitiva de la portada, pues en un principio el tímpano descansaba directamente sobre dos mochetas, de las cuales solo se conserva una. En la actualidad las jambas se curvan para unirse al dintel. El tímpano semicircular aparece adornado con una cruz procesional de tipo paté en bajo relieve, a la cual se sobrepone un entrelazado en posición de aspa, trabado a un círculo.

Sección transversal de la iglesia y convento. (José Antonio Franco Taboada, Santiago Tarrío Carrodeguas (dirs.), A arquitectura do Camiño de Santiago: descrición gráfica do Camiño Francés en Galicia, Santiago [de Compostela], Xunta de Galicia, A Coruña, Universidade da Coruña, D.L. 2000).

Comunicado con el claustro grande se encuentra el claustro gótico o de las Nereidas, también conocido como el claustro viejo, que ocupa el extremo suroeste de todo el conjunto edificado. Fue construido sobre el antiguo claustro que tuvo el convento junto a la iglesia medieval; de esta iglesia se conserva todavía la portada meridional, que es de estilo románico y se puede adscribir al siglo XIII.

El claustro gótico o de las Nereidas fue construido en momentos diferentes. El cuerpo bajo se empezó durante el abadiato de Lope de Barreira (1525-1553) y se terminó en el año 1583; en él trabajó el maestro Pedro Rodríguez. El segundo cuerpo se hizo en tiempos del abad Mauro de la Vega (1633-1637) y el tercer cuerpo es obra del maestro Juan Vázquez, realizada durante el abadiato de José Lozano (1709-1713). El cuerpo bajo es de estilo tardo-gótico, tiene arcadas desiguales que aúnan arcos apuntados con otros de medio punto; sus corredores se cubren con bóvedas de crucería estrellada que tienen las ménsulas decoradas con variados motivos geométricos y vegetales y las claves con los bustos de San Julián y Santa Basilisa, San Benito y Santa Escolástica y también con rosetones, veneras, y símbolos relacionados con la orden o el propio monasterio. El segundo cuerpo tiene ventanas adinteladas emparejadas, sobre las que se abren óculos ovalados. En el último cuerpo se abren dos arcos rebajados por tramo que se apoyan en columnitas intermedias de orden jónico. Para resistir el empuje de las bóvedas, se reforzaron los muros con gruesos contrafuertes. El claustro encierra un patio en medio del cual se encuentra la fuente de las Nereidas, fechable en los primeros años del siglo XVII, aunque ha sufrido sucesivas restauraciones.

Claustro Gótio o

Los distintos pisos de este claustro se comunicaban a través de una escalinata monumental de estilo barroco, sita en la crujía norte; de ella queda el gran arco de acceso y la galería con tres arcos de medio punto que se abre en el primer piso. Los diferentes tramos de la escalera con su balaustrada fueron reconstruidos en el año 1958 en estilo neogótico, tras haber sido destruidos por el incendio del año 1951.

Galería alta de la escalinata monumental.

En la crujía oeste del cuerpo bajo de este mismo claustro se encuentra el refectorio o comedor de la comunidad religiosa. Es una amplia estancia rectangular construida en los últimos años del siglo XVII; tiene un púlpito con antepecho de cantería ornado con casetones en los que se inscriben rosetones y cabezas de querubines. El refectorio se cubre con bóveda de arista, soportada por arcos carpaneles y arcos transversales cubriendo las aristas. Contiguo a este refectorio se encuentra el comedor de legos o de los huéspedes de la misma época y estilo; está cubierto con bóveda de arista reforzada con arcos fajones que descansan sobre grandes ménsulas. Ante la crujía occidental del claustro de las Nereidas se encuentra una huerta amurallada, en medio de la cual se eleva la torre coronada por una pequeña cúpula que corresponde a la chimenea de la antigua cocina, que estaba unida a los comedores a través de un corredor cubierto.

Refectorio.

Los muros de los corredores del primer piso están decorados con pinturas al fresco que constituyen un ciclo sobre la vida de San Benito, son obra de diversos artistas contemporáneos: Enrique Navarro, José Luis Rodríguez y Celia Corté. Comenzaron a pintarse en el año 1963, tras el gran incendio que sufrió el monasterio en el año 1951. También en el primer piso se encuentran la antigua cámara abacial (en la crujía sur) con una gran chimenea de cantería y balcón volado sobre el río y la sala capitular (en la crujía oriental) donde hoy se encuentra un pequeño retablo barroco que estuvo en la capilla mozárabe del Salvador.

Planta segunda del complejo. (José Antonio Franco Taboada, Santiago Tarrío Carrodeguas (dirs.), A arquitectura do Camiño de Santiago: descrición gráfica do Camiño Francés en Galicia, Santiago [de Compostela], Xunta de Galicia, A Coruña, Universidade da Coruña, D.L. 2000).
Frescos en los corredores del primer piso.
Frescos en los corredores del primer piso.

Historia

Establecer los orígenes del monasterio de Samos resulta ser una cuestión problemática dadas las dudas razonables que suscitan las fuentes. Algunos autores sostienen que los primeros tiempos de la vida monástica en este lugar podrían remontarse cuando menos al siglo VII. Tal afirmación se basa en la llamada lápida de Ermefredo, que fue obispo de Lugo entre los años 653 y 656. Supuestamente, la lápida -que desapareció en tiempos de la exclaustración- conmemoraba la restauración del cenobio de Samos llevada a cabo por iniciativa de dicho obispo, lo que apunta a que la fundación debió ser anterior. Dado que la versión de la inscripción de la lápida que ha llegado a nuestros días se refiere al establecimiento de ciertas conductas disciplinarias y habla también de una regla, se ha venido especulando con la posibilidad de que por entonces se hubiera instaurado en Samos la tradición de la Regula Communis, que constituye un conjunto de normas vigentes en monasterios de una cierta federación cenobítica del noroeste hispánico, que podrían encarnar las concepciones monásticas de san Fructuoso de Braga (contemporáneo de Ermefredo).

Las noticias contenidas en del tumbo de Samos son más tardías, y muchos de los documentos que tratan sobre los orígenes del monasterio son discutidos; aun así, de uno de ellos, fechado en el año 811, cabe deducir que el monasterio existió con anterioridad a los tiempos del rey Fruela I de Asturias, que reinó entre los años 757 y 768, ya que se dice que el hijo de Fruela, el rey asturiano Alfonso II “el Casto”, confirmó la donación que su padre había adjudicado al monasterio samonense para siempre y con carácter irrevocable, sabedor de que el lugar de Samos había pertenecido de antemano a dicho monasterio. El propio Alfonso II, para garantizar la posesión pacífica de los bienes del monasterio que se veían inquietados por unos laicos, otorgó un privilegio que sancionaba la existencia de un coto de milla y media en torno a la abadía.

Alfonso II de Asturias fue el fundador de la primera basílica compostelana, que se construiría en las primeras décadas del siglo IX tras el descubrimiento del sepulcro apostólico. Siendo un niño, este monarca estuvo refugiado en Samos bajo la tutela del abad Argerico. De este abad se dirá a posteriori (en los tiempos de Ordoño II de León) que había llegado junto con su hermana Sarra de la España musulmana, habiéndoles donado el rey Fruela I el lugar de Samos para que edificasen allí un monasterio; Henrique Flórez transcribe el correspondiente privilegio regio, fechado en agosto del año 922, cuya autenticidad es de lo más cuestionada.

Lo cierto es que en otro documento del tumbo samonense, del año 853, se dice que Ordoño I de Asturias confirmó al monasterio de Samos y al abad Fatalis, llegado de al-Ándalus, la donación que le había hecho su padre, el rey Ramiro I de Asturias, con todos los bienes que allí había obtenido Argerico. Poco después, en el 857, el mismo Ordoño cedió el monasterio a los monjes Vicente y Audofredo, ambos venidos de Córdoba, y en el año 861 hizo lo propio con el abad Ofilón, especificando de nuevo que le entregaba todas aquellas iglesias que el abad Argerico había obtenido, así como la propia iglesia de Samos con todos sus bienes.

Sería a finales de esta última centuria o a comienzos de la siguiente cuando los monjes del monasterio edificaron la capilla prerrománica del Salvador o del Ciprés, que todavía hoy se levanta junto al monasterio. Maximino Arias cree que la fábrica del primitivo cenobio samonense se localizaba en la misma zona que esta capilla, y que por entonces consistiría en un conjunto de cellas agrupadas en torno a un oratorio; según este autor, una vez abandonado, todo el conjunto se reconstruiría amoldándose a los cánones mozárabes. Por su parte, Núñez Rodríguez estima que la capilla era esencialmente un oratorio o lugar de culto autónomo y distinto del monasterio; estaría relacionado con los forasteros y personas de paso en la abadía, que al hacer uso de él no interferirían en la clausura monástica.

Lo que consta en la documentación de la época es que en abril del año 922 Ordoño II de León otorgó al abad Sinderico la posesión del monasterio; al parecer, tras la muerte del abad Ofilón se había llegado a tal grado de destrucción y decadencia, que el monarca decidió encargar al abad de Penamaior, Berila, la restauración del monasterio de Samos. Berila envío allí a varios monjes de su propia comunidad, siendo él mismo quien designó a Sinderico como abad de la nueva comunidad.

Posteriormente, en el año 932, Ramiro II de León a imitación de sus predecesores confirmó los privilegios y donaciones otorgados al monasterio de Samos y poco después, en el 937, confirmó igualmente el derecho que tenía el monasterio de exigir a los habitantes de su coto servicios y tributos que habían sido exclusivamente de los monarcas.

En la siguiente centuria el dominio del monasterio de Samos entró en una fase claramente expansiva. Esto se debió mayormente a las donaciones recibidas no solo de la realeza, sino también de nobles y magnates, de otras instituciones eclesiásticas y del propio campesinado libre. Por entonces el monasterio concentraba gran parte de sus bienes en torno al enclave de la abadía, abarcando la sierra oriental samonense y las depresiones de Sarria y Monforte, comprendiendo los ayuntamientos actuales de Samos, Sarria, Monforte, O Incio, Folgoso do Courel, Triacastela, Becerreá y As Nogais. No obstante, también tenía otras propiedades importantes en los territorios de Nendos (entre A Coruña y Betanzos) y do Salnés (en la costa pontevedresa). Además, el monasterio fue entre todos los de Galicia el que tuvo mayores intereses en la comarca leonesa del Bierzo, especialmente en el entorno del Camino Francés inmediatamente antes de adentrarse en tierras gallegas. La administración y el gobierno de todo ello se centralizaba en la propia abadía, que en este sentido funcionaba como cabecera territorial y señorial, en la que se concentraba el poder de los abades. No sabemos si por entonces se habría encastillado o no la fábrica del monasterio; lo cierto es que en el año 1096 aparece mencionada en la documentación la torre de Samanos, que bien habría podido servir para defender el conjunto abacial, su entorno inmediato y el paso del propio Camino.

Entre las posesiones con las que el monasterio de Samos acrecentó su patrimonio en esa época, se encontraban diversas iglesias y pequeños monasterios de origen familiar que le fueron dados con la intención de que sus dotaciones sirviesen, entre otras cosas, para el cuidado de los pobres y peregrinos. Así lo podemos comprobar en un documento fechado entre los años 1020 y 1061, que contiene la única mención relativa a la existencia de un hospitalarium de peregrinos, huéspedes de paso y siervos de Dios, que estaba en el propio lugar de Samos.

Al final del mismo siglo, concretamente en el año 1080, es cuando encontramos en Samos la primera referencia documentada a la Regula Benedici, que entre sus muchos objetivos contemplaba igualmente la obligación de atender al peregrino. Con todo, la incorporación definitiva de esta comunidad a la Orden de San Benito no debió producirse hasta la siguiente centuria. Tenemos noticias de ello en 1167, cuando el obispo Juan de Lugo, que había sido abad de Samos, reunió a los monjes en capítulo con el fin de cortar con los abusos y relajación que se notaba en la vida regular y les rogó que siguiesen la observancia de la regla de san Benito según las costumbres del monasterio de Cluny o del monasterio de Sahagún. Esto no suponía subordinación ni dependencia del abad de Cluny, sino una sujeción a la forma de vida de los cluniacenses con el deseo de mejorar la disciplina del cenobio.

En el transcurso de esta última centuria el monasterio continuó recibiendo importantes donaciones regias -algunas con claro carácter político- efectuadas por la reina Urraca de León, por su hijo Alfonso VII de León y Castilla, por Fernando II de León y por Alfonso IX de León. Fue el propio Alfonso VII quien, en 1146, amplió los términos del coto de Samos. Estos privilegios serían confirmados posteriormente por los monarcas Fernando III de Castilla y León, Alfonso X de Castilla y León y Sancho IV de Castilla y León.

Durante esta fase se sumaron nuevas propiedades localizadas no solo en el entorno del monasterio, sino también en comarcas del interior de las provincias de Pontevedra y Ourense y en urbes como Compostela, Lugo, Sarria, Triacastela y Villafranca del Bierzo. No obstante, el final del período de expansión de los dominios del monasterio comenzó a partir del primer cuarto del siglo XII, momento en que se entró en una fase de estancamiento que se prolongó durante un siglo.

En 1175, por la bula que el abad de Samos obtuvo del papa Alejando III, sabemos que las iglesias sobre las que la abadía ejercía sus derechos jurisdiccionales y de cuyas rentas se beneficiaba eran en total 107; treinta y cuatro de ellas se encontraban dentro del coto de la abadía. Se hallaban, además, las trece iglesias de los ocho prioratos sujetos también a la jurisdicción temporal y espiritual del monasterio. Otro documento del año 1195 nos permite incrementar en quince más el número de las iglesias que correspondían a Samos; en dicho documento consta que el obispo de Braga otorgó avenencia en el pleito mantenido entre la sede episcopal de Lugo y el monasterio de Samos por razón de la posesión de algunas de estas iglesias. Los enfrentamientos por esta causa entre dichas instituciones fueron frecuentes en el transcurso del siglo XII y se prolongaron por largo tiempo.

En los años centrales de este siglo hubo un replanteamiento de la gestión económica de los bienes del monasterio. A esa época se remonta la práctica de la distribución de las rentas entre la mesa del abad, por un lado y la de los monjes, por otro; en el caso de éstos últimos, en orden a su sustento y vestido. Al finalizar la centuria el abad había dejado de ser el único administrador y las funciones que desempeñaba como tal fueron delegadas en otros miembros de la comunidad. Estos cambios surgieron con la aparición de un nuevo sistema organizativo basado en unidades administrativas internas de base territorial o funcional, que se conocen como “ovenças”.

Los cambios no afectaron solamente a la economía; nos dice Andrade Cernadas que en el tránsito del siglo XII al XIII es muy presumible que el monacato benedictino perdiese su primacía en el terreno de la hospitalidad en beneficio de los mendicantes y de otras nuevas corrientes religiosas, cuya aparición necesariamente tuvo que impactar en los modelos espirituales y en la organización de la orden benedictina. En este sentido, la documentación del siglo XIII muestra una realidad asistencial compleja y organizada, que se materializó en Samos en la existencia de una alberguería y de una enfermería que estarían a cargo de frailes especializados y que se sostendrían con una porción de las rentas de la comunidad.

En estos años nos queda también constancia de la construcción de una nueva iglesia monasterial para cuyas obras se destinó en 1228 la cuarta parte de las donaciones de las mandas testamentarias hechas a favor del monasterio. De esta iglesia nos dice Arias Cuenllas que estaba a punto de concluirse en ese año, tras haber sido iniciada hacia el 1167.

A finales del siglo XIII el patrimonio de Samos volvió a incrementarse notablemente; esta vez debido en gran parte a una política de compras efectuadas por el propio monasterio, que venía a redondear los bloques de propiedades en aquellos lugares en donde ya tenían sólidos intereses territoriales.

Los extensos dominios de Samos se vieron perjudicados por las usurpaciones, desmanes y atropellos ejercidos por nobles laicos, que obviando los derechos jurisdiccionales del monasterio ocuparon sus cotos, lugares y villas, exigiendo pagos y servicios y tomando vasallos bajo pretexto de encomienda. Este era un mal que, aunque venía de atrás, se fue agravando notoriamente en los siglos XIII y XIV. Por esta causa los abades samonenses se vieron frecuentemente en la necesidad de recurrir a los monarcas en busca de protección y amparo. Así en 1330 el rey Alfonso XI de Castilla y León, enterado por el abad Juan Pérez de cuantos males fuerzas, deshonras, robos y estragos recibían los frailes y los vasallos del coto de Samos, que por esto se estaba despoblando de labradores, mandó que ni adelantado ni merino alguno osasen entrar, ni demandar nada en dicho coto y otorgó merced a los abades del monasterio para nombrar a sus propios oficiales y hacer justicia.

Para Hipólito de Sá el aumento y la acumulación de bienes que los monasterios gallegos hicieron en los siglos finales de la Edad Media, trajo la relajación y el enfriamiento de la vida regular e hizo que los abades pareciesen más, que unos superiores regulares, unos señores feudales rodeados del poder y las atribuciones de un magnate temporal. Muchos de los monasterios benedictinos de Galicia estaban por entonces dados en encomienda y eran gobernados en la práctica por personas religiosas o seglares ajenas a la observancia de las reglas monásticas. Es así que en la segunda mitad del siglo XV figura como merino del monasterio de Samos -entre otros- el primer conde hereditario de Lemos, Pedro Álvarez de Osorio, quien obligó a los vasallos del coto samonense a trabajar en las obras de reedificación de la fortaleza de Sarria que había sido parcialmente derrocada durante las revueltas “irmandiñas”.

Este estado de cosas vino a cambiar con la reforma de las órdenes religiosas que llegó, no sin oposición ni conflictos, de manos de Congregación de la Observancia de San Benito de Valladolid, siendo promovida por los Reyes Católicos. El propósito originario de la Congregación era restablecer de nuevo la vida regular siguiendo las normas de Cluny y agrupando los monasterios benedictinos bajo la autoridad de un superior general para defenderlos de las influencias del exterior, de las injerencias de los obispos y grandes señores y sobre todo de los abades comendatarios.

Samos se incorporó a la reforma en el año 1505; el monasterio quedó anexionado a la congregación de Valladolid junto con los seis prioratos que por entonces dependían de él. Después de la unión se agregaron dos prioratos más, el de Ferreira de Pallares y el de Freituxe de Lemos y otras doce feligresías con sus respectivos bienes; las rentas fueron saneadas y Samos acabó por convertirse en el principal monasterio benedictino de la provincia de Lugo por razón de sus ingresos, siendo, tras San Martiño Pinario y San Salvador de Celanova, una de las tres grandes abadías que dicha orden tenía en Galicia.

El patrimonio raíz y sobre todo la inversión en un conjunto de fábricas de hierro sitas en las comarcas de Quiroga, Valdeorras, Lóuzara y Ferreira de Pallares, constituyeron la base sobre la que se sustentó la economía de Samos durante toda la Edad Moderna. Para dar salida a la producción de hierro el monasterio tenía una casa en La Bañeza (León).

En esa época los tributos, tanto en dinero y en especias como en prestaciones de trabajo, que el monasterio tenía derecho a percibir por razón de señorío resultaron ser menos rentables. Esto fue así a pesar de que -tal como nos dice Rey Castelao- el señorío de Samos se extendía por entonces sobre un territorio de más de 200 kilómetros cuadrados, en el que hubo un total de 1.968 vasallos. Dentro de los términos de dicho señorío el abad de Samos además de tener jurisdicción espiritual casi equiparable a la de un obispo, ejercía también jurisdicción temporal en lo civil y criminal.

En 1533 el monasterio quedó reducido a cenizas tras sufrir un gran incendio, por lo que fue necesario acometer su reconstrucción completa. Las nuevas instalaciones se hicieron más amplias para poder dar cabida a un número creciente de monjes.

Las obras para la edificación del claustro gótico, que se iniciaron en el año 1562, coincidieron con la puesta en marcha en Samos de un colegio general de la congregación dedicado a la enseñanza de la filosofía, que permaneció en funcionamiento hasta el año 1613. Poco antes, en 1601, se habían acometido los trabajos necesarios para restaurar la fábrica de la iglesia románica; hasta esta iglesia se trajeron en el año 1615 las reliquias de san Julián y santa Basilisa, patronos del monasterio. Entre los años 1633 y 1637 se construyeron las hospederías que estaban en el lugar que hoy ocupa el llamado claustro grande. Sabemos que, además, el monasterio tenía una casa contigua a la abadía que estaba destinada a la acogida de los peregrinos. En ese mismo año, para sufragar los gastos derivados de la asistencia que se les dispensaba, el papa Paulo III anexionó a Samos el beneficio de la parroquia de Freituxe de Lemos, de donde provenía el vino que consumían los propios monjes y también el que se proporcionaba a los que iban en peregrinación a Compostela. En 1693 se comenzó a hacer el claustro grande, lo que supuso el derribo de las antiguas hospederías y también de la vieja sacristía y de la sala capitular, que debían estar junto a la iglesia medieval. En 1694 se inició la obra del refectorio, que comunicaba por un pasadizo con la cocina que estaba fuera de la fábrica del convento para evitar así los incendios.

En estos años finales del siglo XVII tenemos noticias de que ya estaba instalada en el monasterio una oficina de farmacia que serviría a los monjes y a la enfermería del monasterio donde se acogían a propios y extraños que pudieran estar de paso. Esta farmacia se fue mejorando a lo largo del siglo XVIII y al frente de ella se sucedieron diversos boticarios (laicos y seglares) con formación cualificada. También en este último siglo se habilitó la sala de la biblioteca, que fue dotada con nuevos libros. Además, se derribó definitivamente la iglesia medieval, se terminaron los claustros, se levantó la gran cerca de la clausura y sobre todo se edificó la actual iglesia de estilo barroco, con su signo y su magnífica sacristía.

Al mediar el siglo XVIII el monasterio llegó a alcanzar su máximo apogeo y no solo en lo que a las cosas materiales se refiere, sino también en los campos de la formación intelectual, eclesiástica y monástica. En este siglo se relacionan con Samos dos grandes figuras que son referencia ineludible del pensamiento ilustrado dieciochesco en España: los padres de la congregación benedictina, Martín Sarmiento y Benito Feijóo.

Por lo que respecta al ejercicio de la beneficencia, nos dice Plácido Arias que, según testimonio prestado por el archivero del monasterio, en 1723 se repartió en la portería una cuantiosa limosna que ascendía a cerca de cien fanegas al mes, no entrando en esa cuenta “lo que se gasta con los peregrinos, que son todos los que passan a Santiago”. En 1753 se dice en el Catastro de Ensenada que había en Samos una casa que servía de hospital para los pobres; la mantenía el monasterio sin que tuviese destinada “renta alguna por fundación más que únicamente la devoción de asistirles”. Consta en el mismo catastro que había un boticario -religioso del monasterio- que llevaba la botica para “conservación” de los monjes y sus familiares, despachando algunas medicinas para enfermos de la jurisdicción; en el monasterio residían por entonces sesenta y un religiosos sacerdotes y siete legos.

A comienzos del siglo XIX el monasterio fue despojado de sus alhajas y objetos artísticos por los franceses durante la guerra de la Independencia, pero se mantuvieron las edificaciones, por lo que la Junta Superior de Galicia decidió instalar aquí un hospital militar, que tuvo más de quinientas camas, llegándose a un estado de saturación dada la cantidad de carros que subían y bajaban de Castilla llenos de enfermos y soldados heridos; este hospital, atendido por once monjes, llegó a acoger a unos ochocientos pacientes en transcurso del año 1811.

En década siguiente nos recuerda Sebastián Miñano que Samos era jurisdicción eclesiástica de la provincia de Lugo, diócesis vere nullius, que se componía de cuarenta y una feligresías, siendo el abad del monasterio benedictino de Samos quien ejercía omnímoda jurisdicción sobre su territorio, que comprendía treinta y siete pilas bautismales. Añade el autor que los monjes que había intra claustra solían ser de cincuenta a sesenta.

Poco después, la aplicación de las leyes de la desamortización supuso la supresión efectiva de los señoríos y con ello, el fin definitivo del poder temporal de los abades y la extinción de los antiguos dominios del monasterio, cuyos bienes fueron enajenados saliendo a subasta pública. Así mismo, en 1835, tras la promulgación de los decretos de Mendizábal, se produjo la exclaustración y el abandono de la abadía por parte de los religiosos regulares, que a la sazón eran treinta y ocho sacerdotes, dos diáconos, cuatro minoristas y cuatro legos. Señala Arias Cuenllas que a ellos se sumaban ocho monjes que estaban en los prioratos, tres más que administraban las herrerías y cuatro residentes en colegios de la Congregación, siendo en total cincuenta y dos los monjes profesos con que contaba el monasterio los que fueron entonces exclaustrados. Aun así, con permiso de la autoridad, el abad permaneció en Samos hasta la fecha de su muerte; también se quedaron en la villa los padres Lorenzo Gutiérrez, que ejerció como cura de la parroquia y Juan Vicente Rodríguez, que fue boticario.

En 1836, por Real Decreto, se declaró que la jurisdicción eclesiástica que ejercían los prelados de comunidades se devolviese a los ordinarios en cuyas diócesis se hallasen enclavados los correspondientes territorios. En virtud de ello se nombró entonces al cura de Pascais arcipreste de Samos quedando encargado a todos los efectos del culto en la antigua iglesia monasterial, que pasó a depender del obispado de Lugo. El decreto afectó igualmente a todas las parroquias y prioratos que anteriormente estuvieron sujetas al abad de Samos.

En 1848 la fábrica y las instalaciones del monasterio, que fueron desmanteladas y expoliadas, pasaron a disposición del ayuntamiento a cambio de su mantenimiento. El ayuntamiento de Samos acabó cediendo el monasterio a favor del Estado, que a su vez lo cedió en 1862 a mitra lucense para “casa de misiones, asilo de imposibilitados y reclusión de clérigos”.

En 1879 el obispo de Lugo solicitó al rey Alfonso XII autorización para poder entregar de nuevo el monasterio de Samos a los monjes benedictinos. Tras haber sido concedido el permiso, los monjes volvieron en el año 1880. Dos años después la comunidad de Samos, junto con la de San Clodio en Ourense, se unió a la Congregación Casinense de la Primitiva Observancia, obteniendo la aprobación de la Santa Sede al año siguiente.

Tras haber sido rehabilitado el edificio del monasterio, un último incendio ocurrido en el año 1951 destrozó buena parte de las techumbres, quemando numerosos volúmenes de la biblioteca y de su archivo. La reconstrucción que le siguió finalizó en 1960. Cuatro años más tarde se trasladaron a Samos las Misioneras Benedictinas de la Anunciación que establecieron aquí una fundación, prestando a los monjes diversos servicios domésticos. En la actualidad las hermanas aún permanecen en el monasterio.

Los benedictinos de Samos conforme a sus reglas y tradición, continúan prestando asistencia al peregrino; para ello gestionan un albergue de 66 plazas exclusivo para peregrinos y una hospedería abierta a todo tipo de público, en la que se puede permanecer en estancias prolongadas.

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